A pesar de la destitución del presidente Buteflika y de la detención de algunos de sus más destacados colaboradores, la presión popular contra el régimen argelino no ceja. La mayoría de la población no cree que el general Gaid Salah, que ha asumido el poder hasta que se celebren elecciones, sea capaz de conducir el país hacia una democracia plena. Lo que se teme es que después de la movilización espontánea de tantas gentes que no dejan de pedir libertad y justicia, el viejo poder surgido de la independencia hace más de cincuenta años solo trate de reorganizarse bajo la apariencia de unos cambios que no engañan a nadie.
Desde la destitución de Buteflika la inestabilidad sigue siendo patente, y se suceden conspiraciones y purgas. Está en juego el control de la prometida transición hacia la democracia. De momento no se ha asentado ninguna fuerza política que represente a las nuevas generaciones ni ha desaparecido la amenaza de un islamismo que ya provocó una guerra civil a finales del pasado siglo. En consecuencia, se acentúa la incertidumbre sobre el futuro, y se extiende por los países vecinos, especialmente Marruecos, mientras la movilización de la llamada “hirat”, contra la “vergüenza del pasado”, no abandona su empeño de cambiar el sistema que sigue dominado por el ejército argelino.