Hong Kong es mucho más que un enclave simbólico. Cuanto sucede allí obliga a mirar a China y tiene una gran repercusión en el complejo tablero de las relaciones internacionales. La ex colonia británica lleva desde principios de junio sumida en el caos a raíz de las manifestaciones en las calles contra la polémica ley de extradición, que más parecía una fórmula legal para intimidar y reprimir a los críticos y disidentes con el régimen comunista chino. El pasado 9 de julio el gobierno de Hong Kong decidió mantener en suspenso la tramitación de la ley, pero las protestas han continuado e incluso, como ha sucedido este fin de semana, se han recrudecido, han convertido buena parte de la ciudad en una batalla campal y han provocado numerosos detenidos y heridos, algunos de ellos graves.
Los manifestantes han girado sus reivindicaciones hacia peticiones sobre las imprescindibles mejoras en los mecanismos democráticos de la ciudad. Los anhelos de libertad y democracia difícilmente se van a sofocar con más represión. Las manifestaciones están siendo multitudinarias y lo que era un lugar tranquilo, cuya estabilidad convenía a todas las partes, se ha convertido en un polvorín. Parece claro que Pekín tiene que mover ficha y que debe ser prudente en sus movimientos, porque no cabría mayor error que un puñetazo en la mesa que hiciera saltar el tablero por los aires.