Lo que ocurrió en la frontera de Melilla con Marruecos el pasado mes de junio, fue una tragedia que se ha querido borrar de la memoria, tanto en nuestro vecino país como en España, por sus implicaciones políticas y la fragilidad de los sistemas de defensa de la frontera entre los dos países. Sin embargo, la gravísima dimensión humana de lo ocurrido y, sobre todo, la versión que ha dado el ministro del Interior, Grande-Marlaska, se ha convertido en un nuevo episodio de la debilidad de un Gobierno que depende exclusivamente de la voluntad de sus propios socios. En efecto, las más duras críticas contra el ministro del Interior proceden del interior del Gobierno y de los socios parlamentarios, que más que solidarizarse con las víctimas pretenden atacar a la Guardia Civil, acusándola de actuar con violencia desproporcionada.

Marlaska ha defendido desde primer momento la actuación de los guardianes de la frontera, el problema es que, según las evidencias disponibles, mintió entonces y mintió ayer sobre lo que realmente sucedió en el lado español de la frontera. Muchas tensiones se hubiesen evitado si el ministro, perdido en su propio laberinto, hubiera dicho toda la verdad desde primer momento. Pasados los meses, insistir en que no hubo víctimas en tierra española es, además, un intento de minimizar la tragedia y de lavarse las manos ante unos hechos que, por desgracia, pueden repetirse en cualquier momento.