La izquierda se ha retratado esta semana con sus reacciones demagógicas en la sesión de investidura de la nueva presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. Acostumbrada a embarrar el terreno de juego cuando no gobierna, la tensión creada en el debate, con ataques personales incluidos, fue sencillamente impresentable.

Que un candidato con la solvencia intelectual de Ángel Gabilondo utilice la cantinela de los niños famélicos, solo puede explicarse por el hecho de que responda a un mantra ideológico, que se ha convertido por desgracia en directriz de partido. Hablar de los supuestos 197.000 niños en situación de pobreza extrema que vivirían en Madrid es una falta de respeto para los que viven realmente esa situación y para las organizaciones que se desviven, en el día a día, por mejorar integralmente sus condiciones de vida. Resulta además surrealista que se saquen a relucir cifras así, de manera tan frívola, como si en el supuesto caso de que fueran ciertas, hubieran surgido por generación espontánea en los últimos días, fueran achacables solo a la Comunidad, y no tuvieran en ello ninguna responsabilidad las autoridades municipales que han gobernado la ciudad durante los últimos cuatro años.

Caso aparte en el manejo de la demagogia populista es Iñigo Errejón. Como si no hubiera sido él mismo el que ha defraudado con una beca en la Universidad o el que ha blanqueado con sus declaraciones el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela, se ha atrevido a dar lecciones morales sobre dictadura, democracia y corrupción. Lo ha hecho, además, con ataques ad hominem a la nueva presidenta madrileña. El vergonzoso ejemplo de Errejón muestra bien a las claras hasta qué punto se retrata la izquierda populista cuando intenta retratar a los demás, sencillamente porque, cuando no gobierna, es incapaz de afrontar con altura política una oposición crítica, constructiva, leal con sus rivales y con las instituciones democráticas.