En mayo se celebran elecciones en Turquía. Finlandia, y sobre todo Suecia, saben que, al menos hasta entonces, se mantendrá el veto de Ankara a su entrada en la OTAN. El presidente Erdogan se juega su reelección y nadie duda de que explotará al máximo la carta nacionalista, viendo cómo es capaz de promover causas legales contra las figuras más destacadas de la oposición, o de emprender una insensata política económica populista que ha desencadenado una hiperinflación. No carece de lógica que Erdogan presione al máximo a Suecia y aproveche para tratar de revertir su apoyo a kurdos y otros exiliados turcos. La cuestión es hasta dónde estará dispuesto a apretar, después de tantos y tan sonados desplantes hacia Occidente, con los que Turquía se ha ganado en los últimos años a pulso la etiqueta de socio poco fiable.

Salvo un improbable cambio de gobierno, Erdogan afronta un año de consolidación autocrática, sirviéndose de los fastos del centenario de la fundación de la República por parte de Mustafá Kemal Atatürk. El correlato al autoritarismo en política exterior es el neo-otomanismo, el sueño turco de consolidarse como potencia regional. Tras varios tropiezos, la distracción de Rusia en Ucrania le ofrece a Ankara una nueva ventana de oportunidad. La lista de desencuentros con Occidente probablemente irá en aumento, con el riesgo de terminar superando un umbral que los haga inmanejables.