Una de las principales potencias petroleras acoge una cumbre climática en la que no participan los mandatarios de las dos principales potencias contaminadoras. No parecen las mejores credenciales de presentación para la COP 28, que se celebra hasta el 12 de diciembre en Dubái.

Y, sin embargo, se trata de una cita clave, en la que la humanidad se juega su futuro. Esta enorme carga moral es el motivo por el que se esperaba la visita del Papa a la cumbre. A última hora, la salud le ha impedido viajar al Pontífice, quien sin embargo ha enviado a su Secretario de Estado, el cardenal Parolin.

En su reciente exhortación, Laudate Deum, Francisco advierte con dramatismo de que se han superado los límites de emisiones y nos aproximamos a “un punto de ruptura”.

La esperanza es que esta cumbre impulse una transición energética que permita, al menos, evitar el peor escenario. En un momento de fuerte división internacional, un paso en la dirección correcta supondría un revulsivo, si bien las anteriores cumbres recuerdan que una cosa es firmar compromisos y otra, a veces muy distinta, cumplirlos. La cuestión se complica cuando los beneficios son percibidos por la opinión pública como difusos y lejanos, mientras que los sacrificios demandados son inmediatos y muy concretos. En el caso de los países del sur, es comprensible también su reivindicación de un desarrollo como el que Occidente conquistó a costa de esquilmar el planeta. Todo eso es cierto. Pero el mundo, como dice el Papa, se dirige a “un punto de ruptura”, una responsabilidad que las presentes generaciones no pueden rehuir.