La Venezuela de Maduro vuelve a exigir con insistencia el control de El Esequibo, una región rica en recursos naturales y minerales que pertenece a la Guayana, un país con el que tiene frontera.

Desde 2015, cuando se descubrieron grandes yacimientos de petróleo en sus costas, Venezuela ha elevado progresivamente su reclamación sobre ese territorio.

En esta zona se produce una intolerable explotación de hombres, mujeres y niños, que encarna bien las consecuencias de una actividad minera de otros rincones del Gran Sur.

En esta región el futuro de muchos niños empieza y acaba destrozado entre las paredes de una mina: no saben leer ni escribir, no van a ninguna escuela y su sueño es convertirse en mineros y poseer un molino, es decir, una estructura en la que se trituran tierra y piedras para extraer oro.

El problema no es solo el trabajo infantil, hay muchos adultos trabajando en este sector: personas desesperadas, obligadas por la pobreza a trabajar largos turnos de hasta 12 horas, sumergiéndose en profundos túneles sin ninguna protección. El fruto de su trabajo va a parar, en parte, a los grupos criminales que controlan las minas.

Las mujeres también se ven obligadas a trabajar en el circuito minero y a menudo son víctimas de la trata de seres humanos, sobre todo para la prostitución.

En las minas reina un clima de terror debido a los grupos criminales que infligen severos castigos a quienes no respetan sus normas, les pegan palizas o les cortan las manos.

Es así como los recursos naturales, que tendrían que ser una fuente de desarrollo, se convierten paradójicamente en una condena