Apenas se conocía la composición del nuevo Gobierno, el cardenal Omella, presidente de la CEE, ofrecía mano tendida al Ejecutivo y le pedía “coser las heridas sociales que han provocado algunos de los recientes pactos de investidura”, según sus palabras. A los obispos les preocupa la polarización social. Tampoco les gusta la idea de grandes reformas no consensuadas, y así se lo dejan claro a Pedro Sánchez, pero invitan no obstante a los principales partidos y actores sociales a recuperar consensos básicos en un momento en el que la cohesión social se ve amenaza por el aumento de los costes de la vida y crecen las tasas de pobreza.

Se trata de hacer compatibles los legítimos pactos entre partidos con el respeto a las normas esenciales recogidas en la Constitución. Se trata también de hacer compatible la crítica a la agenda gubernamental con la necesaria colaboración entre actores e instituciones para garantizar la convivencia y ofrecer soluciones a los retos sociales. A nadie se le oculta la complejidad de esta legislatura. El Gobierno no solo depende de los partidos independentistas; su propio socio de coalición, Sumar, afronta una crisis interna de final incierto. De ahí que Pedro Sánchez haya querido rodearse de figuras de sólido perfil político. La pregunta es para qué. De nada servirá un Ejecutivo preocupado solo de su propia supervivencia, si, a su alrededor, la crisis y la polarización amenazan la convivencia