El veto a Donald Trump en las redes sociales suscita un vivo debate también a este lado del Atlántico. La decisión es criticada desde la Comisión Europea y gobiernos como el de Angela Merkel, no precisamente afín al mandatario estadounidense. El argumento es que corresponde a las autoridades democráticas, no a las tecnológicas, limitar la libertad de expresión cuando este derecho sirva de excusa para incitar al odio o la violencia.

E incluso en estos casos se corre el riesgo de cruzar la línea roja de imponer el pensamiento políticamente correcto, llegando a ilegalizar discursos que, desde el respeto, defienden una visión tradicional de la familia. Es inevitable además preguntarse sobre las motivaciones de Facebook, Twitter o Amazon, investigadas en Europa y EE.UU. por posición monopolística. Cargar ahora contra Trump, en el momento de su ocaso, puede ser una forma de congraciarse con quienes van a definir el marco legal del futuro.

El legislador, sin embargo, haría bien no solo en seguir adelante con esas labores, con todas las garantías, sino extenderla, para pinchar esas burbujas cerradas de pensamiento en las que se instalan personas de determinadas ideologías, inmunes a todo pensamiento crítico. La solución no es una policía ideológica, sino impulsar debates y adaptar la enseñanza a estos retos. Algo nada fácil cuando los propios políticos fomentan este tipo de guetos digitales cuando les benefician.