Rusia ha reaccionado de forma airada a la pretensión de la Comisión Europea de promover un tribunal especial para juzgar sus crímenes en Ucrania. La fórmula jurídica es compleja, ya que ni Ucrania ni Rusia son firmantes de la Corte Penal Internacional, y Moscú tiene derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. Pero hay fórmulas, y Bruselas está dispuesta a exprimirlas.

En juego están los activos congelados al Banco de Rusia y a oligarcas aliados de Putin para utilizarlos en futuras reparaciones, cifra que no llega, pero se aproxima a los 350.000 millones de euros que costaría la reconstrucción de Ucrania si Rusia pusiera hoy mismo fin a la agresión. Junto a este componente legal y económico no hay que despreciar el aspecto ético y simbólico.

Documentar y juzgar esos crímenes es una forma de resarcimiento para las víctimas y ayuda a prevenir crímenes similares en el futuro. De ahí la importancia de gestos como el del Bundestag alemán, este miércoles, al calificar de genocidio la hambruna provocada por Stalin en los años 30 en Ucrania. No fue precisamente un trato de genocida lo que recibió en su momento Stalin del resto de potencias, como tampoco Putin mereció mayores reproches tras invadir Georgia o anexionarse Crimea.

Más vale tarde que nunca, pero si algo enseña la historia es que el silencio y la tolerancia con los tiranos no sirven para apaciguarles, sino más bien para envalentonarles.