Una vez más, en el Domingo de la Pascua de Resurrección, hemos tenido que lamentar un sangriento ataque terrorista, en su mayor parte dirigido contra iglesias cristianas. Han sido varios en los últimos años en diferentes partes del mundo, como los que sucedieron por ejemplo hace tres años en Pakistán, donde murieron asesinadas por los talibanes decenas de personas y centenares resultaron heridas. O el auténtico calvario, que especialmente en las señaladas fechas navideñas, vienen sufriendo los cristianos coptos en Egipto. Para muchos cristianos en el mundo ir a Misa supone jugarse literalmente la vida.

Esta vez ha sido en Sri Lanka, en una cadena de atentados, otra vez preparados minuciosamente, tanto por la fecha como por los lugares elegidos. Han sido atacadas tres iglesias cristianas, en Colombo, la capital, Katana, al oeste, y Batticaloa, al este del país. Y, aunque hay que ser prudentes con las cifras, ya van más de 200 muertos y de 500 heridos. Se han buscado, además, víctimas extranjeras al atacar también las instalaciones de tres hoteles de lujo.

Desde que en 2009 terminara una cruenta guerra civil, Sri Lanka no sufría algo similar, aunque lo cierto es que los ataques contra las minorías religiosas se han continuado produciendo. La población cristiana, muy activa en el país, supone tan solo un 7,4% de la población, en un contexto complejo de etnias y religiones donde los budistas son el 70%, los hindúes el 15% y los musulmanes el 11%. 

Como ha señalado el Papa Francisco, la Pascua nos debe llevar a dirigir la mirada especialmente a tantos lugares en el mundo donde los extremismos violentos siembran destrucción y muerte, a denunciar la sinrazón cada vez que se produzca y a acompañar en la oración, en esta ocasión particularmente a los hermanos de Sri Lanka que han sido golpeados por la barbarie.