Nos preguntamos insistentemente si es posible que los jóvenes vayan a vivir peor que la generación de sus padres. La pregunta está acompañada de la sorpresa por el hecho de que el progreso no esté garantizado. Europa del sur es una zona en la que los jóvenes tienen grandes dificultades. En España, Italia y Grecia, la tasa de desempleo juvenil se encuentra por el encima del 30 por ciento y muchos de los que tienen un contrato lo tienen precario. De las últimas crisis hemos salido con un descenso en la calidad del trabajo para los que empezaban su vida profesional. Es muy relevante cómo ha cambiado la amenaza de la pobreza: hasta hace diez años los pensionistas eran el grupo que más estaba en peligro, ahora son los que tienen entre 20 y 29 años.

Algo no funciona cuando, a menudo, la retribución de los pensionistas está por encima de los que ya trabajan. Algo no funciona en el sistema educativo, en la política de vivienda y en una regulación de un mercado laboral demasiado anclada en los viejos esquemas ideológicos.

No es solo un problema político. Lo han puesto de manifiesto miles de entrevistas que han hecho cinco grandes diarios a jóvenes europeos. Esas entrevistas muestran que con el covid-19 han aparecido las carencias de una sociedad en la que imperaba el individualismo. Lo vivido en la pandemia por los jóvenes tiene sin duda un valor existencial, pero también un valor para el desarrollo de unas personas que sepan entender el mundo, trabajar con otros, crear e innovar.