Es muy complicado escribir sobre la Semana Santa en Sevilla. Por eso lo mejor es aclarar algunas cosas y dejar que la persona se encuentre cara a cara con ella. Es lo mejor que podemos hacer, y poco a poco irá metiéndose el inexplicable afán por conocer esta fiesta en la mente de quien la recibe.

Hay que escuchar la radio con el alma. A las doce en punto de la noche, la cruz de guía de la Macarena ya estará en la calle. La explosión de júbilo por el tiempo que veremos renacer se opondrá al rigor y el luto íntimo que lleva la hermandad del Silencio. Esta dualidad llegará en las voces que le darán forma a lo que suceda en la calle. Es lo propio de esta noche dedicada a rememorar lo que sucedió hacer veinte siglos en Jerusalén.

Cuando lleguen Jesús Nazareno y María de la Concepción, nos daremos cuenta de todo lo que hemos pasado durante estos tres últimos años. Sonarán el oboe, el clarinete y el fagot delante de los pasos. Todo pasará, pausadamente, y nos encontraremos con la imagen de Jesús del Gran Poder. Aquí es cuando tiene que hablar quien ha dialogado con Él. En un silencio mineral. Por eso lo veremos con ese dolor que tiene su reverso más apropiado en la Virgen de la Esperanza, la Macarena en cualquier lugar del mundo. Cuando los vemos, sabemos que hemos estado con ellos. Y que nunca nos abandonarán.

Después vendrá el Cristo del Calvario, alzado en su cruz, con la soledad del condenado pesándole por todos lados. La Esperanza de Triana nos trae la Semana Santa del pueblo, animosa y febril, y marca un antes y un después en la celebración de la fiesta. Cuando esté amaneciendo, entrará en Campana la cofradía de Los Gitanos, que le pondrá broche de oro a esta manera tan antigua de celebrar la madrugá como mandan los cánones. Serán las ocho de la mañana, y quedará un regusto para el paladar que tendrá el sabor de los siglos.