La foto de hoy es de una sala de aeropuerto. Una de esas salas de aeropuertos con luz fría, sillas impersonales y gentes congeladas en una espera que no tiene plazo. Al fondo una larga cola de viajeros que seguramente se han levantado muy temprano, que apenas han dormido durante la noche porque tenían miedo de no despertarse cuando sonara la alarma del móvil. Viajeros que quizás han estado tachando los días en el calendario desde que decidieron escaparse de la rutina diaria. Mas cerca del objetivo de la cámara dos hileras de butacas repletas de veraneantes varados. Una señora negra duerme con una de esas almohadas sin funda que rodean el cuello. Varios buscan en el móvil un mensaje, un vídeo, una canción que les distraiga al menos un par de segundos. Pocos charla entre sí. Todos están acompañados de maletas con periscopio. Los veraneantes varados han paseado por las tiendas del aeropuerto buscando alguna oferta que les apague la zozobra del ánimo. Para eso hay tiendas en los aeropuertos. Esas tiendas, todas, vende ansiolíticos con forma de minifalda de marca, guiski con nombre irlandés o zapatos para pisar en el club náutico. Después de comprar algo innecesario, de haber comido a deshora, los viajeros ya chapotean en la piscina de un tiempo sin bordillos. Y ahora les invade el aburrimiento, un santo y lúcido aburrimiento de aeropuerto en el que han desaparecido las distracciones habituales, las chucherías que solo consuelan un rato. Ahora están invadidos por ese santo y lúcido aburrimiento que deja en cueros hasta al más pintado. Sin la agitación habitual solo queda aguardar a que suceda algo: aunque sea solo un aviso por megafonía.