La foto de hoy está tomada en el interior de una gran lavandería de alguna ciudad británica.

Es una lavandería en la que haces todo, metes la ropa en una lavadora industrial, pagas y esperas a que salga limpia. El local es estrecho y oscuro. El retrato está tomado desde el fondo y después de dos hileras largas de maquinas, todas ellas tuertas, con un solo ojo muy grande, después se ve un escaparate de cristal en el que se anuncia que el lavadero abre todos los días de la semana.

Hay poco público. Solo un paisano muy delgado, muy alto y con unas gafas muy grandes. El paisano se ha sentado en uno de los bancos que acogen a los que esperan el final de la colada, ha estirado las piernas y ha apoyado la cabeza en el duro metal de los aparatos.

Los tambores giran y voltean cuatro camisetas gastadas, dos vaqueros con mucha roña, un par de delantales y muchos calzoncillos oscuros. El traqueteo no es muy escandaloso, no va y viene, se parece más al de una turbina que gira siempre a la misma velocidad.

El paisano, mientras los grandes aparatos centrifugan su vida, para dejarla aún más arrugada de lo que estaba hace una hora, se ha quedado dormido. Agotadas las fuerzas y los nervios ha ido perdiendo el sentido arrullado con la nana lavandera, se le han cerrado los ojos. Echa una cabezada olvidándose de los desvelos de siempre: el sueldo corto, el amor con sus trabajos, la república hecha unos zorros.

El paisano duerme descuidado como un niño sin hambre, como un abuelo en paz.