Ayer por la tarde falleció en Roma, de manera inesperada, el cardenal Georges Pell, arzobispo emérito de Sidney. En el imaginario público este gigante australiano no será recordado por sus notables cualidades y servicios sino por haber sido el primer cardenal en la historia que fue condenado y recluido en prisión por un supuesto delito de agresión sexual. Era un hombre franco y decidido, para algunos algo tosco; tenía una gran formación teológica, pero no era lo que se dice un intelectual sino un hombre de gobierno. Gozó de la confianza de tres papas, Juan Pablo, Benedicto y Francisco. Este último le llamó a Roma para encauzar la gran reforma del aparato económico de la Santa Sede, y en esa tarea se revelaron sus virtudes y sus límites.

Cuando la justicia australiana le reclamó para afrontar un proceso por supuestos abusos sexuales, Pell no se protegió tras los muros vaticanos, sino que hizo las maletas y se plantó ante el tribunal para defender su inocencia bajo una lluvia de fango mediático difícilmente descriptible. A pesar de las enormes dudas que suscitaba la acusación, fue condenado y trasladado a prisión. Sus recursos llegaron hasta el Tribunal Supremo que, en una sentencia unánime de sus siete jueces, decidió su absolución. La dura experiencia de trece meses en una celda, en la que incluso tuvo dificultades para celebrar la Misa, ha quedado plasmada para siempre en su “Diario en prisión”, en el que relata cómo la fe, la esperanza y la caridad le mantuvieron en pie y le permitieron perdonar a quienes le habían causado tanto mal. Pell nunca se escondió ni quiso huir de nada. La justicia humana, siempre imperfecta, apenas ha podido restituirle lo que loe arrebató, y para algunos siempre quedará la sombra de la duda. Ahora comparece ante un Juez al que siempre confesó amar, como Señor y como amigo. Con Él, el asunto será transparente, pero alguna lección deberíamos sacar también de tejas abajo.