Me cuentan que un autor de éxito, Pérez Reverte, ha dicho en una entrevista que “el cristianismo está muerto, y bien muerto está”. Bueno, otros con mayor fuste hicieron el mismo anuncio y se han dado de bruces con la realidad. En todo caso conviene saber que sí, que el cristianismo puede desaparecer de un determinado lugar durante tiempos más o menos largos. Sucedió en el norte de África, donde vivía una Iglesia floreciente hasta que fue barrida por el islam. Nadie debe pensar que un glorioso pasado cristiano, como el de tantas naciones europeas, asegura la permanencia de la fe, que es siempre un hecho del presente, que requiere la razón, la libertad y el amor de hombres y mujeres, aquí y ahora. En ese sentido, el cristianismo se pone a prueba cada generación, mejor aún, cada día.

Un sociólogo agnóstico francés, Dominique Wolton, explica que la Iglesia, en cuanto institución, hubiera debido desaparecer hace mucho tiempo, pero reconoce con sorpresa que siempre vuelve a recomenzar, como si en ella hubiera “otra cosa”. Y el Papa Francisco, en una conversación este sociólogo, publicada por Ediciones Encuentro, se refiere a los habituales comentarios sobre que la Iglesia debe cambiar de tal o cual manera, y tras repasar una serie de errores históricos, afirma que su continuidad se debe a “esta santidad que estaba ahí, este humus que es el pueblo santo de Dios”.

Mientras haya hombres y mujeres para los que Cristo es la respuesta a su exigencia de verdad, de justicia y de felicidad, el cristianismo estará vivo y la Iglesia volverá a comenzar. En España o en la China.