En julio de 2019, el Papa emérito realizó una de sus escasísimas salidas del monasterio Mater Ecclesiae durante los últimos diez años de retiro. Aprovechando la invitación de un viejo amigo con quien había trabajado durante años en la Congregación para la Doctrina de la Fe, quiso disfrutar de los paisajes y del arte de la comarca de los Castillos Romanos, un conjunto de pequeños pueblos encaramados en los Montes Albanos, a no mucha distancia de la Ciudad Eterna. Varios testigos relataron el contraste entre la debilidad física patente que ya mostraba y la viveza de sus ojos y su perenne sonrisa, casi de niño. La excursión concluyó con una cena familiar en la Curia de Frascatti, acompañado por su amigo Monseñor Martinelli. Es un ejemplo de una faceta poco conocida por la mayoría: que la amistad sencilla y agradecida ha sido un hilo de oro en la vida de Joseph Ratzinger, como demuestra su austero y hermoso testamento espiritual que acabamos de conocer.

Uno de los asistentes a la cena comentó: “parece un hombre que vive continua y serenamente en presencia de Dios”. Esa, y no otra, es la fuente de una alegría que no se extingue frente a las tormentas de la vida. Como ha dicho esta mañana en Herrera en COPE el rector de la Universidad San Dámaso, Javier Prades, cuando escuchábamos hablar a Benedicto, entendíamos y sentíamos que Dios es real, es lo más real, porque es el fundamento de toda la realidad.

Es lo que manifiesta su petición más urgente, la que nos dirige a todos a través de su testamento convertido en el último y sencillo mensaje al pueblo de Dios: ¡manteneos firmes en la fe!, no os dejéis confundir… Jesucristo es verdaderamente el camino, la verdad y la vida, y la Iglesia, con todas sus insuficiencias, es verdaderamente su cuerpo. Ese es el legado que nos deja el Papa, el cristiano cuyas últimas palabras fueron: “Señor, te amo”.