Tras los atentados yihadistas del pasado miércoles en Algeciras, una mujer musulmana se arrodilló en el lugar donde había sido asesinado el sacristán de la iglesia de Nuestra Señora de La Palma, Diego Valencia, colocó unas flores y dijo: “él siempre nos abría la puerta”. Lo que dijo esta mujer sencilla puede aplicarse también a toda la acción de la Iglesia en aquella localidad gaditana, donde las parroquias y Caritas atienden a quien lo necesita sin distinción de credo. ¿Vamos a lamentarnos por eso? ¿Significa eso “buenismo” o falta de inteligencia histórica? Todo lo contrario. Como dijo en su homilía el obispo de Cádiz-Ceuta, Rafael Zornoza, “la muerte y resurrección de Jesús es para los cristianos una escuela de vida… en la Eucaristía hacemos cada día testamento y decidimos a quién dejar la vida”.

Así lo hacía Diego Valencia, que se alimentaba todos los días de la Eucaristía, y eso le fortalecía para amar a su familia, para servir a todos, para vivir alegre, con esperanza y con fe. Ese es el ADN de los cristianos, y eso no significa ignorar las dificultades ni desconocer los problemas de la ciudad común, al revés: significa servir con mayor inteligencia y eficacia a construir una vida buena entre todos.

Nunca hubiéramos querido dar la noticia de este crimen y, como cristianos, queremos contribuir de todas las formas posibles a que no se repita: por eso agradecemos la labor sacrificada y silenciosa de las fuerzas de seguridad, y valoramos los instrumentos de nuestro Estado de Derecho (muchos en el mundo, por desgracia, no disfrutan de ello), y trabajamos en los campos de la educación y la cultura para desenmascarar la horrenda mentira de la violencia. Pero, más allá de todo eso, necesario, damos testimonio de Jesús que nos permite amar y servir a todos en cualquier circunstancia. Ese es el punto distintivo que hacía preguntarse a todos, frente a los primeros cristianos: “pero estos ¿de qué viven?” ¿De qué vivía Diego Valencia, sino de Cristo?