Para todo el mundo, especialmente para los católicos, es importante conocer con precisión lo que el Papa dice con su autoridad de pastor de la Iglesia universal sobre cuestiones lacerantes en las que está implicada una dimensión antropológica y moral que necesita ser iluminada desde el Evangelio y desde la sabiduría acumulada por la Iglesia en su camino a lo largo de la historia. Ayer, durante el rezo del Ángelus, Francisco dedicó una larga intervención a la invasión rusa de Ucrania, señalando con amargura y angustia que muchos estemos aprendiendo geografía a través de nombres como Bucha, Irpín, Mariúpol, Izium, Zaporiyia y otras ciudades, ciudades que han sufrido no sólo los habituales horrores de cualquier conflicto bélico sino auténticos crímenes de guerra. Además, el Papa ha deplorado las nuevas acciones contrarias a los principios del derecho internacional, refiriéndose a los referéndum-farsa que han justificado la anexión a Rusia de varias regiones del este de Ucrania, y ha denunciado el riesgo de una escalada nuclear de consecuencias incontrolables.

Por primera vez en público (sabemos que ha intentado varias veces, sin éxito, hablar personalmente con él) Francisco se ha dirigido a Vladimir Putin, suplicándole que detenga esta espiral de violencia y de muerte, aunque sólo fuese por amor a su propio pueblo. El Papa ha pedido que callen las armas y se busquen soluciones consensuadas, justas y estables, no impuestas por la fuerza. Aquí, cada palabra pesa, y Francisco ha detallado en qué deberían fundarse esas soluciones: en el respeto del sacrosanto valor de la vida humana, de la soberanía e integridad territorial de cada país, y también de los derechos de las minorías y de sus legítimas preocupaciones. El clamor del Papa nace radicalmente del corazón del Evangelio, que hace más profunda y verdadera la mirada sobre las tragedias de la historia