Carta del obispo de Segovia: «La paradoja de Jesús»

En este último domingo de Cuaresma, el Evangelio de la resurrección de Lázaro nos hace pensar que no basta con ver el signo, hay que acoger su significado

César Franco

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Durante los domingos de Cuaresma hemos contemplado a Jesús en diversas facetas. En cuanto hombre, lo hemos visto tentado; y, en cuanto Dios, transfigurado en el monte Tabor. También le hemos visto ofrecer agua viva a la samaritana y abrir los ojos a un ciego de nacimiento para mostrar que él es la luz del mundo. En este último domingo de cuaresma, al resucitar a Lázaro, Jesús dice de sí mismo que es «la resurrección y la vida», una de las afirmaciones que le colocan al nivel de Dios. Dar la vida y resucitar a los muertos son, en la Biblia, atributos divinos.

La razón de leer este Evangelio al fin de la Cuaresma es porque la resurrección de Lázaro fue la gota que llenó el vaso de la paciencia de los líderes religiosos de Israel para conducir a Cristo a la muerte. A medida que Jesús se fue dando a conocer por su predicación y milagros, se adhería la gente a él. Además, Jesús hacía y decía cosas que no se correspondían con el pensamiento oficial del judaísmo. Curaba en sábado, comía con publicanos y pecadores, interpretaba la ley de Moisés con una autoridad que le situaba por encima de él, y acusaba a los fariseos y saduceos de tratar mal a la gente sencilla, especialmente a quienes le seguían. Estas razones, derivadas de una falsa comprensión de la religión, hicieron que los fariseos dijeran: «He aquí que todo el mundo le sigue» (Jn 12,19).

La noticia de la resurrección de Lázaro corrió como la pólvora en Betania y los alrededores de Jerusalén y llegó a oídos del sanedrín, el alto tribunal religioso de Israel que determinó su condena a muerte. El temor de que el pueblo entero siguiera a Jesús hizo pensar al sanedrín que todo el pueblo se levantaría y los romanos destruirían el templo y la ciudad. Por eso, «los sumos sacerdotes y fariseos habían mandado que el que se enterase de dónde estaba les avisara para prenderlo» (Jn1, 57). El evangelista carga las tintas sobre este posible levantamiento del pueblo (no eran tantos los que seguían a Jesús) porque le interesa subrayar sobre todo la resurrección de Lázaro como motivo de la muerte de Jesús. Es una paradoja sorprendente —viene a decir— que quien da la vida a un muerto sea condenado a morir. Fiel a la temática de su Evangelio, el autor ama los contrastes para resaltar la personalidad única de Jesús: es la luz rechazada por las tinieblas; es la verdad a que se opone la mentira; es la vida sentenciada a muerte. Cuando Jesús se entera de que buscan prenderlo, se retira con sus discípulos a la ciudad de Efraín, cerca del desierto, y ya no volverá a Jerusalén hasta su entrada el día de los ramos.

El milagro de la resurrección de Lázaro, según dice el Evangelio, hizo creer a muchos judíos que lo vieron. Otros, sin embargo, a pesar de haberlo visto, fueron a comunicárselo al sanedrín. Este dato revela hasta qué punto Jesús es signo de contradicción. Unos creen, otros no; unos lo acogen, otros lo rechazan. Es el misterio de la fe y de la libertad del hombre. Los milagros de Jesús fueron hechos visibles, constatables. Por eso, Jesús apela a ellos para que crean en él los que no quieren acoger su doctrina. Este es el drama de Jesús en cuanto enviado del Padre, un drama que atraviesa toda la historia. Algunos piensan que, si hubieran visto los milagros con sus propios ojos, habrían creído en él. Pero esto denota presunción. No basta con ver el signo; hay que acoger su significado. La fe es una adhesión de toda la persona. Y la persona implica la inteligencia y el corazón. La fe involucra todo el ser. Por eso dijo el mismo Jesús, en la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro, que quien no acoge la palabra de Dios, no creerá aunque resucite un muerto (cf. Lc 16, 31).

+ César Franco

Obispo de Segovia


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