Carta del obispo de Segovia: «¿Es posible la esperanza?

César Franco invita a reflexionar sobre el Evangelio de este 2º domingo de Adviento en el que se invita a los hombres a acoger al Mesías, una necesidad aún vigente hoy en día

César Franco

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El segundo domingo de Adviento contiene una llamada poderosa a la conversión. Juan Bautista llama a la conversión con tonos severos y denuncia la actitud de quienes con apariencia de respetables son «raza de víboras» que esconden en su interior una radical oposición a Dios. El profeta les dice que el hacha está puesta en la raíz del árbol que, si no da buen fruto, será talado y echado al fuego. La fuerza de esta imagen, que anuncia la cercanía del Mesías, remite al núcleo de su predicación: el Reino de Dios está cerca. Los hombres son invitados a acoger al Mesías que trae la renovación del universo y del mismo hombre.

El texto poético de Isaías, proclamado en este domingo, describe el nuevo orden que trae el Mesías, basado en la justicia y rectitud, en la paz que supera toda violencia y enfrentamiento. El tiempo mesiánico evoca la armonía del paraíso en la que el lobo y el cordero habitarán juntos, el leopardo se tumbará junto al cabrito, y el león, como el buey, comerá paja. El niño de pecho retozará junto al escondrijo de la serpiente y el recién destetado extenderá su mano hacia la madriguera del áspid. La expresividad de estas imágenes alcanza su clímax en la afirmación del profeta: «Nadie causará daño ni estrago por todo mi monte santo: porque está lleno el país del conocimiento del Señor, como las aguas colman el mar» (Is 11,9).

Si comparamos este paisaje con el que nos ofrece el mundo actual, comprenderemos la necesidad que tenemos de la venida del Mesías de Dios. Y entendemos fácilmente la esperanza del Adviento y la urgencia de la conversión. Nuestro mundo, como el de cada época después de la expulsión del paraíso, se debate en una esperanza agónica. El siglo XX, con la experiencia de las dos guerras mundiales, situó la esperanza en el primer plano del pensamiento filosófico y teológico. La esperanza sacudió, como si fuera un latigazo de la predicación de Juan Bautista, a poetas, filósofos y teólogos con la pregunta existencial sobre Dios: ¿Es posible creer en Dios? ¿No es el hombre un lobo para el hombre? ¿Puede la humanidad tener esperanza en un mundo nuevo? Si hasta los que se llaman hijos de Abrahán son catalogados por Juan Bautista como «raza de víboras», ¿cómo esperar un mundo nuevo?

Solo Dios puede realizar este cambio a condición de que el hombre se convierta a él. Dios puede sacar de las piedras hijos de Abrahán, ciertamente, pero su camino no pasa por gestos tan extraordinarios. La venida de Jesús en nuestra carne es el camino que ha utilizado para convertir el corazón del hombre. Jesús no aparece con un hacha en la mano para talar el árbol que no da fruto; tampoco se presenta con el bieldo para aventar la parva y echar la paja al fuego. Estas imágenes se refieren al juicio último de Dios al fin de la historia. La aparición de Jesús en la escena de los hombres es la del Mesías manso y humilde que busca al hombre para reconciliarlo con Dios y consigo mismo y convertirlo en un instrumento de su paz mesiánica. Con otras palabras: Dios quiere hacer de cada uno de nosotros un hombre nuevo según la imagen de su Hijo, de forma que en el mundo florezca la esperanza. Así, hasta que al final de la historia Dios establezca la justicia, el tiempo se convierte en un constante Adviento que nos permite mirar el horizonte con la certeza de que nuestro mundo posee ya en su misma entraña la salvación que nos ha traído Jesucristo cuya primera exigencia es la conversión del corazón. Solo la conversión, entendida como acogida de Dios y de su reino, nos lanza al futuro con la seguridad de que la esperanza, por trabajoso y paradójico que sea mantenerla viva, nunca defrauda porque Dios ha salido al encuentro del hombre (cf. Rom 5, 5).


+ César Franco

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