El destino del profeta

Agencia SICMons. César Franco Martínez

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Mons. César Franco Una característica que distingue al verdadero del falso profeta es que el primero experimenta siempre el rechazo de su pueblo. Hay dos razones que explican este rechazo: ser conocido por los suyos y anunciarles la verdad, que siempre es antipática por exigente. Los grandes profetas del Antiguo Testamento sufrieron este destino y algunos lo consumaron con el martirio. La vocación profética, que procede de la llamada directa de Dios, como en el caso de Isaías, Jeremías y Ezequiel, les situaba ante su pueblo como voceros de calamidades. Dios les mandaba anunciar al pueblo elegido pruebas y castigos a causa de sus pecados. El profeta no podía callar. Si lo hacía, Dios se volvía contra él por su cobarde infidelidad. Pero si proclamaba la palabra del Señor, el pueblo lo rechazaba y perseguía. Los falsos profetas eran bien acogidos. Halagaban los oídos del pueblo, se complacían en adular para conseguir así el aplauso, la benevolencia de sus oyentes; y, naturalmente, ocultaban los mensajes de Dios que ponían en peligro la acogida de su auditorio. Se les ha descrito como perros mudos que no ladran ante el peligro que se cernía sobre el pueblo de Dios.

Jesús, el gran profeta anunciado para los últimos tiempos, conocía muy bien la historia de su pueblo y de los grandes profetas. Ante la ciudad de Jerusalén, en vísperas de su pasión, pronunció estas palabras premonitorias de su destino: "Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían" (Lc 13,33). Su destino se fraguó desde el principio, cuando, en Nazaret, donde se había criado, los vecinos no daban crédito a su sabiduría y a sus milagros porque le conocían desde pequeño y sabían los orígenes humildes de su familia. Jesús no apareció con la aureola de lo extraordinario. Sus conocidos se escandalizaban precisamente de su humildad y sencillez. Por eso dice el evangelio de este domingo que Jesús no pudo hacer allí ningún milagro porque les faltaba fe. Además, su enseñanza era limpia y clara como la verdad, huía de toda adulación y artificio, advertía del peligro del pecado y proponía con mansedumbre y sinceridad el camino de la virtud. Hasta quienes le rechazaban sabían que la sabiduría habitaba en él.

La Iglesia ha recibido de Jesús su vocación profética. Los cristianos, por la unción del bautismo, somos sacerdotes, profetas y reyes. Todos hemos sido enviados a proclamar la verdad que salva. Nuestro servicio a la verdad está por encima del deseo innato de ser acogidos y aplaudidos por la sociedad. Nos acecha el peligro de callar para no ser rechazados, o presentar edulcorado el evangelio de Cristo. En torno a quienes están constituidos en autoridad, crece la adulación y el elogio servil, como decía santa Teresa de Lisieux: "¡Qué veneno de alabanzas se sirve diariamente a quienes ostentan los primeros puestos! ¡Qué incienso tan funesto!". Es una manera sutil de taparles la boca para que no digan "inconveniencias" que les reste prestigio. También en la relación entre iguales puede darse la renuncia a la vocación profética, cuando callamos ante los defectos ajenos o injusticias sociales, o simplemente cuando percibimos que proclamar la verdad nos acarreará rechazo e incomprensión. Qué bien lo decía san Agustín en sus Confesiones: "Al igual que los amigos corrompen con sus adulaciones, los enemigos nos corrigen apelando al insulto". El hombre sabio huye de toda adulación; el necio la busca ansiosamente. Por eso, el destino de los falsos profetas, a la postre, era ser tenidos por necios. Y san Pablo, que siguió el ejemplo de Cristo se alegraba cuando era débil ?maltratado, rechazado y perseguido? porque entonces era fuerte y sabio.

+ César Franco

Obispo de Segovia

Religión