Religión

José María Albalad

Director de la Oficina de Comunicación de la Iglesia en Aragón

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Sed de infinito

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Las Pedrosas es un pueblecito de las Cinco Villas, a 48 kilómetros de Zaragoza. Apenas alcanza los cincuenta habitantes y regala la paz que tanto cuesta encontrar en las grandes ciudades. Aunque allí disfruté los veranos de mi infancia y forjé mi personalidad, apenas acudo desde que mis abuelos se hicieron mayores. Sin embargo, hay una visita obligada al año: la del cementerio, donde descansan parte de mis antepasados.

Suele ser en torno al 2 de noviembre, día en el que la Iglesia católica conmemora a los fieles difuntos. Primero, doy un paseo por el pueblo, donde reflexiono, sin reloj, sobre el paso del tiempo. Veo cómo el grupito de mujeres de la plaza sigue conversando cada mañana –con más canas y arrugas– mientras espera la furgoneta que lleva el pan. Así me entero también del fallecimiento de José Luis, por un cáncer de pulmón, y de otras partidas inesperadas.

A continuación, me desplazo hasta el cementerio por una carreterita antigua de asfalto irregular. Deposito un centro de flores con claveles y gladiolos en el panteón de la familia y rezo una oración por el eterno descanso de mis seres queridos. Después, vuelvo a pasear, esta vez entre las tumbas del camposanto antiguo. Con las caricias del sol o pasmado de frío (¡hay días para todo!), recuerdo nuestra condición pasajera.

Silencio y reflexión

Siempre he pensado que tener presente la muerte, en lugar de caminar por decreto, ayuda a vivir mejor, con aspiraciones elevadas. Pero el ajetreo de la vida actual, saturada de mensajes, impactos y obligaciones, dificulta encontrar espacios de quietud. Así, a pesar de nuestros anhelos de inmortalidad, de nuestra sed de infinito, perdemos el Norte y nos mundanizamos. Sufrimos, sin desearlo, lo que advertía Séneca:

"Vivís como si la vida tuviera que durar siempre; nunca se os ocurre pensar en vuestra caducidad (…) Como mortales lo teméis todo, pero todo lo deseáis como si hubierais de ser inmortales. Oirás a la mayoría decir: «A los cincuenta años me retiraré a descansar; a los sesenta renunciaré a los cargos». ¿Y qué garantía tienes de que vas a vivir tanto? ¿No te avergüenza guardar para ti sino los despojos de tu vida y no destinar al cultivo del espíritu más tiempo que el que ya no vale para nada? ¿No es demasiado tarde para empezar a vivir, cuando ya hay que dejar la vida?"

La conmemoración de los fieles difuntos es una oportunidad para escapar de la rutina y reconstruir nuestra brújula de vida. ¿Qué es lo que de verdad importa? ¿Por qué ese anhelo de inmortalidad habita en lo más profundo del corazón humano? El recuerdo emocionado y agradecido de aquellos que ya no están físicamente con nosotros puede ayudarnos a descubrir la eternidad de la existencia, como aquel anciano de mi pueblo que dejó escrito en su epitafio: “Nació para morir y murió para vivir”.

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