Religión

Teresa Lapuerta

Directora de Comunicación de la Archidiócesis de Valladolid

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Nuestro Argüello de Valladolid

Vi clara la oportunidad de esa elección, nítida la mano de Dios, acertado el candidato: D. Luis Argüello

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Desde que hace seis días nos despertamos con el anuncio de que el obispo auxiliar de Valladolid, don Luis Argüello, es el nuevo secretario general de la CEE, las semblanzas, biografías y panegíricos sobre su persona se han multiplicado como hongos otoñales, que para eso estamos en temporada. También han proliferado las cábalas, intrigas o tejemanejes sobre cómo este sonriente terracampino, desconocido para casi todos, había alcanzado tanto poder sin despeinarse.

Todo empezó con las quinielas previas; esas que nos encantan a los periodistas y que, en ocasiones, “agua llevan”. En tantas otras, sin embargo, son solo suposiciones que dan lectores, pero acaban topándose con la realidad de las “fumatas”. En mi caso, ni en los primeros compases ni en el definitivo estreno de la melodía, la mañana del miércoles, quise dejarme influir. Desde el inicio, desde esos “sones” del río de la política eclesial, confié. Vi clara la oportunidad de esa elección, nítida la mano de Dios, acertado el candidato (probablemente lo eran todos, pero yo solo conocía personalmente a uno) y propicio en este tiempo de la Iglesia.

Dirán ustedes, con toda la razón del mundo, que no puedo ser objetiva. Acepto el envite a grande y les echo cinco más: soy una auténtica convencida del privilegio que supone ser la delegada de medios de comunicación de don Ricardo Blázquez y de su auxiliar, don Luis Argüello. Por eso no me sorprende que nuestros obispos españoles hayan visto también la conveniencia de que ambos pastores de talante moderado y conciliador, ambos sacerdotes enamorados del Señor en comunión con el Papa, ambos hombres de fe comprometidos con la caridad política y con la construcción de una Iglesia en salida hacia las periferias, se sitúen juntos los próximos y cruciales meses en la proa de su órgano colegial, y con independencia de su diócesis de adscripción.

Todo lo bueno que tienen en común el presidente de la Conferencia Episcopal y su nuevo secretario pesa más que sus diferencias, pero las hay. [Tengo en cartera una entrada del blog para hablar de la “paz” de don Ricardo, ese sosiego espiritual que le precede cuando entra, mira y escucha, y que deja una estela de calma, armonía y confianza en Dios cuando se va… y que, por cierto, se ha convertido ya en aspiración vital de esta que escribe, zambullida siempre en un vértigo de dudas]. De don Luis destaco hoy su capacidad para comunicar.

A algunos les chocará que diga esto después de la rueda de prensa de clausura de la plenaria, en la que parece ser que no estuvo demasiado acertado con una de sus respuestas. ¿Que la pregunta estaba envenenada? ¿Que nadie se hizo eco de los otros cientos de buenos titulares que regaló sobre educación, fiscalidad, secularización…? ¿Que algunos lo aprovecharon para olvidar de un plumazo sus tres décadas de sacerdocio entregado, social, comprometido, tolerante y dialogante? Es posible, pero esas son las reglas del juego periodístico que un portavoz de la CEE tiene que asumir y yo no me voy a quejar. No lo hizo él, que no tuvo reparos en estrenarse en el cargo disculpándose (qué valentía hace falta a veces para pedir perdón), como para enmendarle la plana. Si podía haberse explicado mejor, pues pidió disculpas, y ahora le toca seguir lidiando con un hueso duro de roer, para qué negarlo, que probablemente no sea el que hubiera elegido, pero sí es el que le ha sido encomendado.

Volviendo a esas quinielas de la semana previa y a esa decisiva votación de la mañana del pasado 21 de noviembre, he de reconocer que no he sido del todo sincera. Es cierto que intuí primero que sería don Luis el elegido y confié después en el acierto, pero también es cierto que afloraron en mí sentimientos encontrados. Como profesional y como persona me costará prescindir de él en el día a día; de su acertada capacidad de análisis, de su profunda formación intelectual, de su empatía, de su sentido de la justicia, de su trabajo incansable, de sus acertados consejos sobre casi todo y de su capacidad para transmitir un mensaje esperanzado del Evangelio también en este “enorme e inédito desafío misionero de la secularización”. Me consuela el hecho de que la Iglesia gana con la elección y de que, por lo tanto, todos nosotros también.

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