Religión

Òscar Martí

Periodista de la Archidiócesis de Barcelona

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Pinchando burbujas

El teléfono parece haberse convertido en una especie de cordón umbilical que sirve para negar la separación entre dos personas

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Si está leyendo este artículo probablemente esté disfrutando de una de esas burbujas de entretenimiento en las que hoy consumimos los contenidos audiovisuales. Numerosos estudios universitarios y de la industria del entretenimiento certifican que para ver el último capítulo de nuestra serie favorita o incluso para mantenernos informados, hemos sustituido el televisor por el teléfono móvil y el salón de casa por el vehículo de transporte público que nos conduce al trabajo, por poner un ejemplo.

Esto de las burbujas no es ninguna tontería. Si descontamos algún acontecimiento deportivo, cada vez es más difícil que coincidamos frente al televisor para ver un mismo programa: el mismo día y a la misma hora. Hemos sustituido el "prime time" por la televisión a la carta. En gran parte, la fragmentación de las audiencias se debe a la disparidad de formas en las que consumimos entretenimiento en la actualidad.

En este cambio de hábitos, el gran facilitador ha sido el teléfono móvil. Y sí, nuestros jóvenes nos llevan mucha ventaja, pero ya no son el único segmento de población con los ojos pegados a las pantallas. "Imaginemos una sociedad donde nuestra única meta sea lo agradable e ignoremos los valores absolutos de lo espiritual" decía hace unos años el filósofo holandés Rob Riemen. Y añadía: "como la vida del intelecto ya no es relevante, la meta primaria es sentirse bien".

El teléfono parece haberse convertido en una especie de cordón umbilical que sirve para negar la separación entre dos personas. Su condición es la presencia en la ausencia y su característica principal es la impaciencia. Sin duda, la telecomunicación representa un valor más allá del funcional, por lo que se podría considerar como un instrumento que facilita el vínculo y la integración social. Sin embargo, que quieren que les diga… Me resultó muy inquietante observar a una pareja de novios de veintipocos años sentada en una cafetería, un sábado por la tarde en el paseo de Gracia de Barcelona.

No se dirigieron una sola palabra, cada uno tenía la mirada fija en la pantalla de su teléfono móvil.

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