Religión

Antonio R. Rubio Plo

Escritor y analista internacional

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Henri de Lubac, un Padre de la Iglesia

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El jesuita Henri de Lubac (1896-1991) podría ser considerado como uno de los Padres de la Iglesia en el siglo XX y no solo por sus aportaciones al Concilio Vaticano II sino, sobre todo, por fomentar un catolicismo vivo y cotidiano y por poner en lugar destacado las enseñanzas de los Padres, sobre todo a partir de su obra Catolicismo (1938). Fue el descubrimiento de un “nuevo Mediterráneo” frente a unas enseñanzas teológicas secas y rutinarias que ponían a los católicos a la defensiva y al margen del mundo que les rodeaba. Hace algún tiempo escuché a un teólogo de la universidad de Navarra la afirmación de que Catolicismo es una de las grandes obras teológicas del siglo XX, lo que despertó mi interés por los escritos de Henri de Lubac, del que solo conocía El drama del humanismo ateo, libro indispensable para conocer los totalitarismos del siglo pasado y, de paso, ciertas mentalidades instaladas en nuestro presente.

Por eso hay que agradecer la iniciativa de Ediciones Encuentro de dar a conocer las obras completas de este autor. Acabo de terminar la lectura de Paradoja y misterio de la Iglesia, un texto que va acompañado de otros como conferencias, reflexiones y notas diversas extraídas de los cuadernos del teólogo. La obra que da título al libro data de 1967, un tiempo, que quizás no ha cesado todavía, en que la Iglesia era cuestionada en nombre de una mayor autenticidad cristiana, aunque el Credo cristiano sigue diciendo: “Creo en la Iglesia católica”. Sin embargo, los auténticos cristianos aman las paradojas, como las amaban Pascal o Chesterton, y Henri de Lubac no era una excepción. En momentos de crítica amarga, escribía en sus cuadernos: “Es muy difícil abrir el ojo de la crítica sin cerrar al mismo tiempo el ojo de la inteligencia”. Resaltaba que cierta crítica ha reducido a Dios a una Idea, por no decir a una ideología de un extremo o del otro, pero algunos jesuitas franceses contemporáneos han sabido reafirmar que, como señala certeramente Henri de Lubac, que la Persona es superior a la Idea (Auguste Valensin) y que Dios es Persona (Teilhard de Chardin). Demasiado racionalismo, demasiado hegelianismo de izquierda y de derecha ha impregnado la teología, y como bien resaltaba el autor, con casi noventa años, se ha olvidado que la religión es para los hombres, no para Dios. Por la Revelación, el hombre está llamado a ser para Dios.

Los críticos ven en la Iglesia una institución humana, salpicada por toda clase de defectos y manchas. En cambio, el jesuita francés no puede obviar su condición humana y divina, su pertenencia a la vez al pasado y al porvenir. Esos críticos, que se consideran cristianos, aunque den la impresión de defender un cristianismo selectivo, estarían de acuerdo en que la humanidad tiene necesidad de Cristo, pero no así de la Iglesia. El gran drama, que vivimos desde hace décadas, es el de los teólogos que renunciaron a ser apóstoles. Henri de Lubac recuerda al respecto que es “la sencillez efectiva del amor” lo que necesita un teólogo para ser apóstol. El que la Iglesia esté indisolublemente unida a Cristo, su fundador, lo recuerda, además, la Lumen Gentium al proclamar que la Iglesia es el Cuerpo visible y místico de Cristo.

Frente a las críticas a la Iglesia, Henri de Lubac presenta esta cita de Teilhard de Chardin: “Sin la Iglesia, Cristo se evapora, se desvanece, se anula”. Y va mucho más allá al introducir esta otra cita de Paul Claudel: “La Santísima Virgen María es para mí lo mismo que la Santa Iglesia y todavía no he aprendido a distinguirlas”. En efecto, para nuestro autor en el Magnificat se puede encontrar toda la fe de la Iglesia, pues María es la Iglesia naciente, de tal manera que de ese cántico de acción de gracias podría extraerse todo un “curso” de teología. Son palabras de una joven que ha salido al encuentro de su prima Isabel, que necesita ayuda en sus últimos meses de embarazo. María es, por tanto, la Iglesia en salida. Encarna el Espíritu de Jesús, el mismo que encarnaron los santos, y que escapa a las elucubraciones de los ideólogos que quieren construir con el cristianismo un reino terrenal. Dios es realmente amado en el “sacramento del hermano”, por utilizar una expresión de los Padres, un “sacramento” que nos vuelve hacia nuestros hermanos para ponernos a su servicio. Quien ama a los hermanos, ama a la Iglesia por encima de sus debilidades, tal y como hizo Henri de Lubac con su palabra y escritos.

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