Pablo VI, la fe en diálogo

El teólogo Antoni Nello destaca cuatro aspectos que relevantes y ejemplares de su vida y de su misión

Antoni Nello / Iglesia en Barcelona

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Entre los numerosos personajes del siglo XX que han ilustrado santamente la fe en Jesucristo me impacta especialmente la figura del papa Pablo VI, canonizado en mayo de 2018. Nacido como Giovanni Batista Montini en el año 1897 en Concesio, provincia de Brescia, fue un firme pastor de la Iglesia, un intelectual creyente lleno de convicción democrática y de compromiso social, también de sensibilidad artística y humana, que incidió fuertemente en la Iglesia, pero también en la sociedad de su época, hasta su muerte el 6 de agosto de 1978. Sin poder ser exhaustivo, quiero subrayar cuatro aspectos que, a mi entender, son relevantes y ejemplares de su vida y de su misión.

En primer lugar, la culminación del Concilio Vaticano II y el empuje a las reformas que se sucedieron. Al acceder al Pontificado en el año 1963, en plena efervescencia conciliar, se planteaba la duda a propósito de la culminación del Concilio convocado por Juan XXIII. Algunas voces expresaban más bien que habría que detenerlo. De hecho, era la previsión formal: se detiene el Concilio en el momento en el que muere el Papa. Sin embargo, el papa Montini promovió con firmeza la continuación del Concilio que llegó a buen puerto hasta su clausura oficial el 8 de diciembre de 1965. Y es indudable que el Concilio Vaticano II marca un hito eclesial histórico con su voluntad de actualización, de “aggiornamento”, de reforma de muchos aspectos de la comprensión teológica y pastoral de la Iglesia.

En segundo lugar, su apertura al diálogo expresada ya claramente en su encíclica Ecclesiam suam del año 1964, dónde propone una Iglesia enraizada en el diálogo de la salvación que establece Dios con la humanidad. Un diálogo al interior de la iglesia, anunciando así la importancia de la continuidad del Concilio y el mantenimiento posterior de su espíritu con la revitalización, a partir de 1967, del Sínodo de los obispos como espacio de encuentro y reflexión. Pero también un diálogo ecuménico con las iglesias hermanas ortodoxas o reformadas, destacando el encuentro con el patriarca Atenágoras en Jerusalén en el año 1964, con la sucesiva retirada de las mutuas excomuniones entre iglesia ortodoxa e iglesia católica. También un diálogo político y social en el que sobresalen su brillante discurso en la sede de la ONU el 4 de octubre de 1965, en el cual se presenta como mensajero de una iglesia “experta en humanidad”, y su encíclica Populorum progressio del año 1967, sobre la necesaria resolución del conflicto social y la afirmación contundente de que el verdadero nombre de la paz es la justicia.

En tercer lugar, su apertura especial al mundo del arte que se plasmó con la creación de la Galería de Arte contemporáneo de los Museos Vaticanos en el año 1973 y que tiene un punto de arranque con la convocatoria de la misa de los artista en la Capilla Sixtina celebrada el 7 de mayo de 1964 y en la que el Papa felicita a los artistas por su capacidad de hacer accesible y comprensible el mundo del espíritu, aun conservando “su inefabilidad, su sentido de trascendencia y su ambiente de misterio”. El arte y la cultura en general constituyen, para Pablo VI, una excelente manera de expresar a los humanos la grandeza del Trascendente, una tarea compartida con toda la iglesia. Su exquisito gusto se manifiesta en diversas obras realizadas en el Vaticano como la sala Nervi, sala de las audiencias pontificias, o la culminación de una de las puertas de la Basílica de San Pedro, la iniciada bajo el pontificado de Juan XXIII por el artista notoriamente no creyente Giacomo Manzù y acogida con gran afecto por Pablo VI. La relación de la iglesia ya no quiere ser de aprecio y mecenazgo, como lo ha sido a lo largo de muchos siglos, sino también la de una iglesia que, desde lo hondo de su corazón, comparte sustancialmente con el arte la tarea de acercar el invisible a la humanidad.

Finalmente, su profunda humanidad, empapada de fe, pero no exenta de una gran sensibilidad a propósito de los más altos valores humanos, entre los cuales se contó la amistad. Valga la sufriente mediación en el caso del secuestro del político italiano Aldo Moro, amigo personal del papa Montini: “os lo pido de rodillas: liberad al honorable Aldo Moro, sencillamente, sin condiciones, no tanto por mí intercesión humilde y afectuosa, sino por su dignidad de hermano nuestro y vuestro en humanidad” escribe el Papa el 21 de abril de1978 para pedir su liberación. Y rubrica su afecto con la impresionante oración del funeral de Estado del finalmente asesinado dirigente de la Democracia cristiana que se celebró en la Basílica de San Juan de Letrán el 13 de mayo de 1978: “¿Quién puede escuchar nuestro lamento una vez más, sino Tú, Dios de la vida y de la muerte? No has atendido nuestra súplica por la incolumidad de Aldo Moro, de este hombre bueno, apacible, sapiente, inocente y amigo; pero Tú, Señor, no has abandonado su espíritu inmortal marcado con la fe en Cristo, que es la resurrección y la vida. Por él, por él. ¡Señor, escúchanos!”

A todos los Papas se suele llamarles Santo Padre, y habría que profundizar en el significado de esta atribución. Pero lo cierto es que hay Papas que han sido grandes Santos. Pablo VI también.


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