A propósito de Hans Kúng

"Cuando las librerías se llenaron con los libros de Küng, caí en la tentación de comprarme, yo también, algunas de sus obras más emblemáticas"

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La reciente muerte de Hans Küng ha tenido la virtud de traerme al recuerdo aquellos años 60 del pasado siglo, anteriores y posteriores al Concilio, y la oleada de espiritualidad que recorrió España con el auge de “movimientos” como el Camino Necatucumenal o los Cursillos de Cristiandad. No es que Küng tuviera nada que ver con esta sacudida del espíritu, iniciada cuando ya declinaba el nacional-catolicismo y la Iglesia empezaba a despertar a las nuevas inquietudes de una juventud frustrada por el franquismo y que entonces llenaba los seminarios.

Pero el profesor de Tubinga, eterno rival de su compañero Ratzinger, ya suscitaba un cierto interés entre los jóvenes teólogos españoles que pretendían influir en la vida eclesial y social con ideas “revolucionarias”. Entonces se hablaba mucho también, a favor y en contra, del Opus Dei, que ya había empezado su expansión por el mundo aunque no llegaba a ser entendido ni dentro ni fuera de la Iglesia. Los periódicos se llenaban de historias del “poder del Opus” que no dejaban de suscitar cierta morbosidad en algunos sectores económicos, sobre todo a partir de la incorporación de varios de sus miembros a los gobiernos postreros de Franco.

Llegó mayo del 68, llegó el Concilio y llegaron las disputas entre “conservadores” y “progresistas” en el seno de la Iglesia, sacudida por la moda de la secularización, abrazada por numerosos sacerdotes que, repentinamente, olvidaron su fe y su vocación al descubrir el sexo como instrumento “liberador”. Cuando las librerías se llenaron con los libros de Küng, caí en la tentación de comprarme, yo también, algunas de sus obras más emblemáticas como “Ser Cristiano” o “¿Existe Dios?”. Aunque aún las conservo, nunca pasé de hojear sus densas páginas, no solo por no estar preparado para entender el lenguaje de un teólogo “a la contra”, sino por suscitarme más dudas de las propias que ya tenía sobre mi fe cristiana.

He de aclarar que esa fe, sembrada en uno de los Cursillos que se impartieron en el Tánger de todas las creencias, fue fruto de un esfuerzo de racionalidad que exigía certezas y que, para dudas, bastaban las que yo mismo tenía: no me hacía falta ningún Küng para ampliarlas y, a la postre, abandonarla por incompresión.

Un día se me ocurrió preguntar, con buscada ingenuidad, a uno de los sacerdotes punteros del “progresismo” madrileño cual era, en realidad, lo que lo diferenciaba de los que él llamaba “conservadores”. Y me dijo: “Te lo explicaré con un ejemplo: si tu defiendes a Ratzinger y a Juan Pablo II eres conservador y si defiendes a Küng eres progresista”. Así de clarito. Me podía haber pegjuntado si era o no partidario de la “Humane Vital” de Pablo VI, para que así me definiera… No hacía falta: ya había entendido, porque habían nacido mis cuatro hijos, lo que era la paternidad responsable y había rechazado la píldora como signo de progreso espiritual.

En fin: mi fe de hoy, como la de ayer, está fundamentada en algo tan sencillo como la coherencia de creer en lo que rezo en el Credo y en pedir a Dios misericordia por mis pecados, consciente de que eso del “pecado” ya no se estila y que los propios curas y religiosos, que han abandonado el traje talar o el hábito, tratan de soslayar la palabras para sustituirla por “errores” o “debilidades”.

¡Ay, la misericordia! Me he leído varias veces a la Santa Faustina Kowalska y recuerdo lo que escribí con ocasión del Año de la Misericordia, proclamado por el buen papa Francisco. Hoy como entonces, especialmente en este Domingo de la Misericordia, me pregunto –reminiscencias de mis dudas- cómo puede hablarse continuamente del amor divino sin la menor referencia al pecado y al arrepentimiento. En cierta medida me enternecen, al mismo tiempo que me entristecen, esos funerales en lo que el difunto –o difunta- aparece adornado con tantas virtudes que ya se le proclama santo, por lo que no es necesario pedir la Misericordia de Dios por él sino todo lo contrario, pedirle a él –al difunto o difunta- por los que aún quedamos vivos en la tierra. ¡Ah, misterios del “progreso” eclesial en el que, acaso, es posible que algo haya tenido que ver el fallecido Hans Küng, que Dios haya acogido en su misericordia…!

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