REFLEXION

Seguir a Jesús, ¿es llevarlo como una medalla?

Juan dice a Jesús que han increpado a una persona que expulsaba demonios en su nombre porque "no era de los suyos". ¿Qué es ser de los suyos? 

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Este Evangelio es una maravilla. Juan le comenta a Jesús que hay una persona que expulsa demonios en su nombre. El discípulo amado añade que se lo querían impedir, porque "no era de los suyos". Parece que Juan habla de un grupo cerrado, de que ellos, los discípulos, son personas selectas en un escalón por encima de los demás y al que estos no pueden subir. A veces podemos pensar que seguir a Cristo nos hace mejores que el resto. Nos lo ponemos como una medalla con la que ir por el mundo.

Pero, que no se nos olvide, que en la Cruz, Jesús murió por tus pecados, por los míos y por los del que tienes al lado. Tus pecados no huelen mejor que los suyos, ni Dios te ama más porque tengas ese plus del "cristiano". ¿Dónde está entonces la clave? Nosotros podríamos decir de alguien que hace el bien y no es cristiano lo que dijo Juan: "No es de los nuestros". Y, como Juan, meteríamos un poco la pata. De hecho, será que en la Iglesia estamos los mejores. Ni de lejos. Al contrario, somos los que estamos más necesitados de su amor. Y aunque esa persona no pertenezca a la Iglesia, ni siga al dedillo los preceptos, Jesús le entiende hoy a él como a ese al que increpaban los discípulos.

Jesús hace partípices a Juan, a tí y a mí, de que entiende a aquel hombre en un idioma: el del que da la cara por Él porque lo ha conocido. Ese es el cristiano, el que sigue a Cristo, busca conocerlo y dar la cara por Él. Hasta lo más sencillo lo reconoce Cristo. Valora hasta a quien da un vaso de agua a quien cree de corazón.

Más aun, para los que critiquen a quienes le siguen de esa manera, "los escandalicen", Jesús dice que podrían echarlos al fondo del mar con una piedra al cuello. Lo importante es seguirle. Por eso dice más aún. Nos pone en la tesitura de estar frente a frente con el pecado y con la vida, para saber qué elegir. Por eso dice que, si hace falta perder un ojo, una mano o una pierna por hacerlo, merecerá más la pena hacerlo para no pecar que mantenerlos si eso supone que echemos nuestra vida a perder.

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