Carta del obispo de Segovia: «El juez y la viuda inoportuna»

Del Evangelio de este domingo extraemos dos conclusiones, tal y como explica César Franco: «no rezamos lo suficiente» y «los tiempos de Dios no son los nuestros»

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Orar sin desfallecer. Esa es la lección de la liturgia de este domingo. La imagen de Moisés con las manos levantadas al cielo mientras su pueblo lucha en la batalla es un icono perfecto de la oración. Como era anciano y le costaba mantener en alto las manos, sus ayudantes le ayudaron a sentarse y ellos mismos le sostenían alzadas las manos para que no decayese su plegaria. El cansancio, el desaliento, la desidia minan el espíritu de oración, como lo mina, sobre todo, el sentimiento de que Dios tarda en concedernos el objeto de nuestra súplica.

«No rezamos bastante», decía con frecuencia el P. Arrupe, general de los Jesuitas, en sus últimos tiempos. ¿Qué significa orar sin desfallecer? No quiere decir que mascullemos palabras y palabras sin atender a lo que decimos. La oración es un acto de fe por el que levantamos a Dios nuestro corazón y fortalecemos la confianza en su paternidad. Levantar los ojos al cielo ayuda a descubrir nuestro ser de criaturas que busca la relación filial con el Padre. Jesús, con frecuencia, levanta los ojos al cielo confiado en que su Padre le mira y le escucha. Esta actitud se puede mantener de manera continuada sin necesidad de formular palabras. Si la mente se eleva a Dios, con ella asciende nuestro ser con sus pobrezas, preocupaciones y anhelos. La oración nos religa al Padre, de quien procede lo creado y nuestro mismo ser.

En la parábola del Evangelio de hoy sobre el juez inicuo, que ni temía a Dios ni le importaban los hombres, Jesús presenta a una viuda como modelo de oración perseverante. A pesar de que el juez se negaba a atender a la viuda, terminó haciéndola justicia con el pretexto interesado de que, si la viuda se enfadara, podría pegarle en la cara. Si esto es capaz de hacer un juez sin principios, deduce Jesús, «¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar» (Lc 18,7). La experiencia de muchos creyentes, sin embargo, es que Dios tarda en hacer justicia o en conceder lo que le piden. La oración parece no ser escuchada y se abandona. A esta situación parece referirse Jesús, al final de su parábola: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8). Da la impresión de que, con esta pregunta, Jesús echa en cara a los creyentes que les falta fe para perseverar en la oración cuando Dios no responde a la primera. Es como si el profeta Moisés hubiera dejado de mantener sus manos alzadas hacia el cielo. Si falla la fe, la oración se derrumba de inmediato. Quiere decir que el fundamento de la oración está en una fe inamovible, que confía plenamente en que Dios escucha a pesar de la tardanza.

Los tiempos de Dios no son los nuestros. También esto debe tenerlo en cuenta quien suplica. Dios nos toma la medida de nuestra fe haciéndonos esperar. Del mismo modo que la viuda insistía en la reclamación de sus derechos ante el juez, y Moisés oraba sin interrupción, el creyente debe vivir en la certera confianza de que Dios responde a nuestra súplica, aunque no en el tiempo ni en el modo de nuestros deseos. Lo que muchas veces entendemos por «dar largas» en Dios, solo es un desafío a nuestra fe y confianza. Dios prueba al creyente, como hizo con Israel, a través de la historia. Terminó la servidumbre de Egipto y de Babilonia, vino el Mesías, la salvación se realizó en la plenitud de los tiempos. La viuda no tuvo que esperar para que el juez le hiciera justicia. El juez actuó en su favor. Dios siempre está a favor del hombre, pero le pide fe, confianza, seguridad en que le escucha. Oremos sin desfallecer, esa es la lección. Y perseveremos en la fe: ese es el secreto.



+ César Franco

Obispo de Segovia


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