Carta pastoral del obispo de Segovia: La unción de Jesús

César Franco recuerda que el bautismo de Jesús fue un gesto de humildad al unirse a la fila de los pecadores que querían hacer penitencia

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Una de las descripciones más primitivas de la misión de Jesús es la conservada en el Libro de los Hechos, concretamente en el discurso de Pedro en casa del centurión Cornelio, un pagano temeroso de Dios. Al proclamar el Evangelio a Cornelio y su familia, Pedro lo resume así: «Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10,37-38). En este pasaje, se habla de la unción de Jesús, después del bautismo que predicó Juan. ¿A qué unción se refiere? Sin duda, se trata de la unción de su bautismo en el Jordán, cuando el Espíritu descendió sobre Jesús y se oyó la voz del Padre declarando que era su Hijo muy amado. Jesús fue «ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo». Su bautismo, que sin duda fue un gesto de humildad al unirse a la fila de los pecadores que querían hacer penitencia, manifestó su identidad de Hijo de Dios. Se entiende así, que la fiesta del Bautismo de Jesús sea como un colofón de las fiestas navideñas. Muchas cosas se han dicho de Jesús en estos días: ángeles y pastores, Simeón y Ana, los magos de Oriente han confesado quién es el niño nacido en Belén. Faltaba, sin embargo, la voz más autorizada, la del Padre, que se reserva hablar hasta el momento en que Jesús realiza su presencia en los pecadores, solidarizado con ellos en orden a la salvación. Y lo hace con estas palabras: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco». San Mateo comenta: «Se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba con él» (Mt 3,16). El cuarto Evangelio no narra directamente el bautismo de Jesús, pero el Bautista dice lo que ocurrió: «He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y permaneció sobre él» (Jn 1,32).

Quizás el lector se pregunte sobre la razón de esta unción: ¿Acaso como Hijo de Dios necesitaba ser ungido? ¿No era suficiente su unión con el Padre y el Espíritu para que realizara su misión de modo perfecto? Ciertamente Jesús, en cuanto Hijo de Dios encarnado, es santo como el Padre y el Hijo. No hay que olvidar, sin embargo, que al asumir nuestra naturaleza humana, es también hombre que recibe la misión descrita en el texto citado de los Hechos: «Pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él». Podemos decir que la unción del bautismo es una especie de investidura pública en la que se despeja cualquier duda sobre la identidad del profeta de Nazaret. Por otra parte, en cuanto partícipe de la naturaleza humana, es ungido con el poder del Espíritu para que su carne sea canal de la gracia y de la misericordia en su relación con los que somos carne y sangre, es decir, mortales. Esta solidaridad con los que venía a salvar de su pecado y mortalidad se hace patente en la unción del Espíritu que le capacita, en cuanto hombre, para luchar contra el diablo y arrancarle el poder de la muerte que ostentaba desde la caída de nuestros primeros padres. En cuanto nuevo Adán y hombre nuevo perfecto, Jesús es ungido y consagrado para la misión descrita ya en su nombre de Jesús: salvar al hombre del pecado, recrearlo y restaurar su santidad original. En la iconografía oriental, la representación de este misterio se hace como si Jesús estuviera colocado en el sepulcro simbolizado por las aguas oscuras del Jordán, que simbolizan la muerte. Su bautismo prefigura su muerte, porque a través de ella, nos redime de la nuestra. Con su naturaleza humana ha ocupado nuestro lugar para que nosotros tomemos posesión de su reino.

+ César Franco

Obispo de Segovia


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