750 años de la muerte de santo Tomás de Aquino, un pensador para todos los tiempos

Celebramos su festividad este domingo, 28 de enero, cuando sus reliquias fueron trasladadas al lugar donde reposan hoy en día, la iglesia del convento dominicano de Toulouse

David Torrijos Castrillejo, profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Eclesiástica San Dámaso

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Patrón de las escuelas católicas, de profesores y estudiantes, santo Tomás de Aquino cumple este año el 750 aniversario de su fallecimiento, acaecida el día 7 de marzo de 1274.

Actualmente, celebramos empero su festividad el día 28 de enero, cuando sus reliquias fueron trasladadas al lugar donde reposan hoy en día, la iglesia del convento dominicano de Toulouse. Estamos celebrando, pues, uno de los ¡tres! años jubilares consecutivos que el papa ha concedido a la Orden de Predicadores con ocasión de sendas onomásticas relacionadas con el Doctor Angélico: el 18 de julio de 2023 se celebró el séptimo centenario de su canonización, este año se cumplen 750 años de su muerte y en 2025 festejaremos el 800 aniversario de su nacimiento. Esta coincidencia de acontecimientos debería llevarnos a detenernos sobre tan prestigiosa figura.

Son muchos los aspectos dignos de ser resaltados en su persona, pero, entre ellos, destaca su gran envergadura intelectual, de la cual la Iglesia Católica se ha hecho amplio eco. No se trata de un maestro de la fe más entre tantos otros. Para que nos hagamos una idea, tengamos en cuenta un par de elocuentes datos. Tomás fue el primer santo no perteneciente al venerable coro de los “Padres de la Iglesia” en ser proclamado Doctor de la Iglesia. Desde entonces, su enseñanza ha sido recomendada a los católicos por los papas sin cesar. Más recientemente, aparece una referencia a él en los documentos del Concilio Vaticano II, el cual exhorta a seguir a santo Tomás en el estudio de la teología. En virtud de esta recomendación, el del Aquinate es uno de los pocos nombres de pila mencionados en el Código de Derecho Canónico vigente (can. 252), junto a las significativas excepciones de santa María o san Pedro.

Ahora bien, no quisiera abundar aquí en el indiscutible prestigio de que goza la enseñanza de santo Tomás dentro del orbe católico, sino que quisiera señalar también su notoriedad universal. De hecho, ha sido apreciado por personas de distinta extracción, también entre protestantes, incluso durante los años en que más arduas eran las polémicas teológicas con los católicos que, sobre todo en esos momentos, enarbolaban los escritos de Tomás como azote de las tesis de sus oponentes. Por ejemplo, ese genial intelectual de espíritu generoso y alma ecuménica, como lo fue Leibniz, no dudó en reconocer, haciendo gala de humildad: “Nuestros maestros modernos no hacen justicia a santo Tomás y a otros grandes hombres de aquel tiempo. En las ideas de los filósofos y teólogos escolásticos hay más solidez de la que uno se imagina” (Discurso de metafísica). En nuestros días, el Aquinate ha atraído la atención de pensadores del fuste de Umberto Eco o Anthony Kenny, pese a no sintonizar con su religiosidad.

Este generalizado predicamento se debe en parte a la gran versatilidad del pensamiento medieval, todavía demasiado desconocido a día de hoy; pero también, de manera particular, se debe a la prodigiosa mente de aquel a quien se ha dado en denominar Doctor Angélico por su penetrante intelecto. Santo Tomás no sólo ha sintetizado en su enseñanza el patrimonio de la sabiduría antigua en diversos campos, sino que también ha encauzado de manera armoniosa sus variadas energías, alcanzando un resultado único. En este sentido, representa el mejor ejemplo de un pensamiento católico, universal. Lo católico es de suyo integrador, capaz de abrazar en sí cuanto de bueno hay en torno suyo y hermosearlo, haciéndolo florecer. Por este motivo, el Aquinate es modelo para cualquier maestro. Quien fuera apodado “buey mudo” por sus condiscípulos manifiesta el carácter taciturno de un mero transmisor de un saber atesorado a lo largo de los siglos. Permanece callado para que se luzca el conocimiento que se ha de comunicar, en beneficio del destello de la verdad y del provecho de sus discípulos. Pero este buey mudo conmueve el mundo entero con sus sonoros mugidos, como ya pronosticó su maestro san Alberto Magno. En efecto, al dar a conocer esa añeja sabiduría, nos proporciona también inapreciables recursos para entendernos a nosotros mismos y lo que nos rodea, valiosos incluso hoy, a ochocientos años de distancia. Al transmitir el saber, no deja de proporcionar iluminadoras perspectivas dotadas de genuina novedad: la novedad de aquel que no pretende llamar la atención sobre sí mismo, sino contribuir a una comprensión más neta de lo aprendido de sus ancestros.

Por esta razón, Tomás es un pensador para todos los tiempos, porque exhibe las más nobles verdades al alcance incluso de los más sencillos. Las engalana y vigoriza, de manera que dispongan de carta de ciudadanía en la palestra de los académicos, para confusión de quienes atosigan las inteligencias con objeciones inoportunas o las distraen con indiscreta curiosidad. En este sentido, tiene hoy plena vigencia la protesta del pensamiento del Doctor Angélico elevada por Chesterton en su inolvidable libro sobre él. Según el periodista inglés, las filosofías modernas se han apartado deliberadamente del sentido común del “hombre de la calle”. Chesterton describe a los autores de estos sistemas de pensamiento como una caterva de embaucadores, los cuales nos asegurarían que, una vez aceptemos el sinsentido sobre el cual ellos querrían apoyarlo todo, a continuación lo demás se volverá claro y meridiano. Frente a ellos, sitúa a Tomás como defensor de la gente sencilla, un campeón de las verdades como puños que incluso los iletrados detectan y les resultan tan orientadoras como para arriesgar sus vidas bajo la luz arrojada por ellas.

Quisiera poner tan sólo un ejemplo de la inmensa contribución de santo Tomás a nuestro tiempo. Puede que sus aportaciones a las ciencias sagradas o sus sutilezas filosóficas constituyan joyas difíciles de ser preciadas por todos. Sin embargo, a veces las ideas llegan a tener gran incidencia en la vida pública. De hecho, una de las grandes influencias de santo Tomás a gran escala en la modernidad se obró gracias a sus discípulos españoles. Como es bien sabido, en la universidad de Salamanca fueron alumbradas nuevas líneas de pensamiento que, desde el siglo XVI, ilustraron el mundo entero, por entonces recién globalizado. Francisco de Vitoria es reconocido hoy como uno de los intelectuales que más han extendido los horizontes morales de nuestra civilización. En 1976, el rey de España regaló a las Naciones Unidas un busto de Vitoria que aún hoy se yergue en su sede. El motivo es que Vitoria y otros pensadores afines a él desarrollaron el derecho internacional, poniendo la dignidad humana y la justicia como guías de la acción social. Vitoria concibió la convivencia entre los hombres en la estela del pensamiento de Tomás de Aquino: el hombre había de comportarse con sus iguales como lo que realmente es, es decir, no como “lobo”, sino como “hombre”. Fue Tomás de Aquino —con su incomparable desarrollo de la teología moral— el inspirador de la reflexión sobre el derecho internacional y otras nuevas áreas del saber, como el pensamiento económico, inestimables legados de Vitoria y otros tomistas a la modernidad. Difícilmente podríamos preciarnos de la integración del respeto de la persona humana y su inalienable dignidad sin la reflexión teológica que la originó, cuyas raíces se deben al patrimonio cultural cristiano, tal como fue interpretado por santo Tomás. He aquí uno de los innumerables ejemplos de la feracidad de la enseñanza de Tomás de Aquino, un maestro que todavía tiene mucho que decirnos en el siglo XXI. Acaso sea también él quien nos ayude a promover y defender estos logros, tan amenazados en los últimos tiempos.

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